20070125

VIAJAR

ISAAC VILLAMIZAR

Desde muy pequeño siempre le escuché a mi padre que uno pudiera llegar a perder todo en la vida, menos lo que se aprendía en los viajes. Debe ser por eso que él se preocupó para que, desde esa corta edad, mi hermana y yo apreciáramos las maravillas que el mundo ofrece en los confines de sus provincias, poblaciones y continentes. Algo así tuvo que haber pensado Francis Bacon cuando expuso: “Los viajes, en la juventud, son una parte de la educación, y en la vejez una parte de la experiencia.” Es que no es lo mismo viajar como niño o adolescente, que hacerlo de adulto. Si la vida nos ofrece, como en nuestro caso, la ocasión de estudiar en el extranjero durante la infancia, indudablemente se aprende, no sólo un idioma, sino también una distinta manera de pensar y de analizar, se obtienen diferentes modales y costumbres; se determina para siempre una forma de conducirnos en el medio social; se va construyendo el espíritu y el conocimiento con diversos sistemas de educación formal e informal, que marcan inexorablemente la capacidad de aprendizaje, que luego se desarrollará en una edad mayor.

Viajar cuando, así sea por referencia, se conoce la trascendencia, el significado, la importancia histórica de lo que se va a encontrar, va consolidando esa experiencia, esas particulares vivencias, que califican a una persona como culta y educada. En razón de ello, se dice que la vida es un libro del que, quien no ha visto más que su patria, no ha leído más que una página.

Bolívar, Magallanes, Marco Polo, Julio César, Alejandro, Aníbal y Napoleón, recorrieron muchos pueblos. Con sus campañas expedicionarias y guerreras encontraron la gloria y la fama. Algo positivo siempre queda de los viajes. El conocimiento de nuevos países, nuevas personas, nuevas maneras de vivir, se adquiere con ellos. Miguel de Cervantes, en este sentido, apuntó: “El andar en tierras y comunicar con diversas gentes, hace a los hombres discretos. No hay ningún viaje malo, excepto el que conduce a la horca.” Y Benjamín Disraelí agregó: “Los viajes enseñan la tolerancia.”

Pero en realidad, ¿qué es viajar? Al respecto Anatole France ha respondido: “¿Cambiar de lugar? No. Cambiar de ilusiones y prejuicios.” ¿Y qué se busca en un viaje? Camilo José Cela lo ha descrito:

“Cuando viajo, lo que más me interesa es la gente, porque sólo hablando con ella se conoce el ambiente.” Sin embargo, Michel Montaigne no lo sabe: “A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo, pero ignoro lo que busco.”

Si se viaja en compañía, hay que saber con quién se hace. Así lo aconsejó Don Rómulo Gallegos: “No aceptes nunca como compañero de viaje a quien no conozcas como tus manos.” Por otra parte, por mucho que se viaje, el lar nativo o el hogar nos llama de regreso. Muy bien lo ilustró William Hazlitt en este pensamiento: “Me gustaría emplear toda mi vida en viajar, si alguien pudiera prestarme después otra vida para pasármela en casa.” Aunque parezca curioso y jocoso, los recién casados prefieren primero viajar que buscar el calor del nido. Así lo señala Paul Morand: “El viaje de novios me ha parecido siempre una de tantas comedias de nuestras costumbres. Se casan para fundar una hogar, y la primera cosa que hacen es desertar del mismo.”

Definitivamente, no es lo mismo viajar de manera eventual, que tomárselo como un pasatiempo, como un placer, como una constante aventura por el mundo, como parte integrante de nuestra vida. Alphonse Karr lo acotó: “No se viaja por viajar, sino por haber viajado.” Y Paul Bowles lo diferenció: “Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra.”

El puente Oresund que une Dinamarca con Suecia; el recorrido de nuevo en el tren de alta velocidad Eurostar, que en veinte minutos atraviesa el Erotunel por el Canal de la Mancha; el edificio del Centro Financiero Mundial, en Shanghai, el más alto del mundo; los islotes, atolones y arrecifes coralinos del paraíso tropical de la islas Fiji; la ruta desde el istmo de Corinto, en el Peloponeso, pasando en crucero por el mar de Creta y llegar hasta el mar Egeo, para disfrutar del mosaico de 2000 islas griegas, son parte de la búsqueda de nuestros sueños, el destino de nuestra imaginación, la visa en nuestro pasaporte visual al placer, que algún viaje, de esos que son para aprender, valorar y disfrutar, nos haría degustar aún más el sabor de la vida.

LUCERNA ENCENDIDA

ISAAC VILLAMIZAR

Venía conduciendo por la carretera nacional desde Zurich. Los canales de circulación eran impecables. Después de una hora de recorrido, siendo el día Sábado 11 de Agosto de 2001, entraba a una de las ciudades más espléndidas de Suiza. No imaginaría sino hasta conocerla plenamente, que sería para mí un rincón del mundo de los que más disfrutaría intensamente. Había planificado estarme un día aquí, pero por el influjo mágico de Lucerna me hizo pensar que este es un lugar para quedarse. En este itinerario de viaje del 2001, junto con París, Lucerna ha sido la ciudad que mayor atención ha captado en mí. En mi interior haría una promesa. De volver a Europa, de nuevo me extasiaría en los paisajes de Lucerna.

En mi criterio de viajero, el encanto de la ciudad lo compone una serie de elementos: su arquitectura, sus calles, sus puentes, y como colofón el espectacular Lago de Lucerna. Al salir de la urbe, el paseo lacustre por sus márgenes permite divisar unas aguas tranquilas, de un azul muy intenso, pinceladas con cisnes y veleros multicolores. Una muralla natural brilla, debido a los verdes de variados matices desprendidos de las montañas, de los árboles y de los tupidos bosques que lo circundan. Los típicos chalets de madera, con jardines de profusas flores en sus balcones, dan un toque pintoresco a esta campiña. El clima en verano, a pesar de ser algo frío, permite los destellos del sol con más brillo. Remata el paisaje, al fondo, los imponentes Alpes suizos, cuyos nevados coronan este paraíso terrenal. Esta geografía característica ha hecho que en Lucerna también se concentren diversas actividades y eventos que definen la vida cultural y artística de la ciudad.

La ciudad está cortada en dos partes, por un río, el Reuss, que desemboca en el lago. A su vez ambas márgenes están unidas por dos puentes, entre otros, de madera. Estos puentes de sólo circulación peatonal, se llaman el Kapellbruckemit Wassertum y el Spreuerbrucke, respectivamente. De las barandas de cada uno cuelgan unos jardines. Una torre medieval, ícono de Lucerna, se levanta en medio del río. Uno de estos puentes, el Kapellbruke, considerado como el más antiguo de Europa construido en madera, está adornado internamente en su techo con cuadros y pinturas alegóricos a la historia de la ciudad. El principal puente para circulación vehicular se denomina el Seebrucke, que lleva a la zona central, conocida como Centrum City.

El lago de Lucerna, algo para perennizar en la memoria, me causó una paz y una tranquilidad, como pocos paisajes han influido de tal manera en mí. Los cisnes, patos, barcos, lanchas de deportes acuáticos, son la diversión de propios y turistas. Decidimos bordear el lago, antes de encontrar alojamiento. Nos detuvimos en un muelle para apreciar de cerca esta magia lacustre y estos paisajes suizos, que evocan cuentos infantiles. A las 5 p.m., junto con mi esposa y mi padre, almorzamos en el Hotel Restaurante Balm Meggen. Excelente comida y atención al lado del lago y en medio de bosques. Una botella de vino de la región daba un gusto particular a la escena. Al no haber habitación en este sitio, continuamos nuestro recorrido hasta llegar al Hotel Belleuve Au Lac, que traduce “Bella Vista del Lago”. El nombre no podía ser más apropiado, porque de las habitaciones que tomamos, las números 116 y 117, se apreciaba toda esta magia paisajística de Suiza, como si la terraza del cuarto fuera un mirador especialmente acondicionado para tal fin. La dirección la anotaría para un próximo regreso: Gund M. Camen Zind, Seeburgstrasse.

Luego de un descanso, paseamos por el centro de Lucerna y recorrimos sus puentes de madera. Nos esperaba un espectáculo que realmente nos tomaría por sorpresa. El deleite de la mirada no sólo sería de día, sino también nocturno. Conduciendo por las calles de Lucerna, de repente, noté que la circulación comenzó a obstruirse. La ciudad se paralizó en todos sus medios de transporte. No había paso desde el Downtown hacia las márgenes del lago. La gente comenzó a buscar su puesto en los malecones. Nosotros no sabíamos de que se trataba, hasta que nos dimos por enterados que, como todos los años, Lucerna era anfitriona del “Seenachsfest”, así llamado en alemán o del “Summer Night Fireworks”, su denominación inglesa. Es una de las fechas de mayor connotación en el programa del calendario tradicional suizo. Es un festival de fuegos pirotécnicos que constituye uno de los acontecimientos más esperados del año, y uno de los atractivos de mayor deleite para el turismo. Y nosotros habíamos coincidido con él. ¡Qué fortuna! De pronto, durante algo más de una hora, el cielo se viste de gala. Las luces y formas más esplendorosas que uno puede imaginar iluminan las alturas de Lucerna. Los fuegos pirotécnicos trasladan a la noche los vivos colores que se han visto de día. Como en las películas de Walt Disney, cada luz es más encendida y variada que la anterior. Las caprichosas figuras parecen transportar las estrellas al alcance de la mano. En mi vida había visto tanta majestuosidad nocturna.

Amanecer en Lucerna, al día siguiente Domingo 12 de Agosto de 2001, ha sido todo un sueño convertido en realidad. Este es uno de los días más hermosos que he vivido. Salir al balcón de la habitación y contemplar con un sol radiante la vista del Lago de Lucerna, con aquel azul intenso, las montañas de variadas tonalidades verdosas, y en el fondo una hermosa cortina que hacen los Alpes suizos nevados, ha sido un gusto que he experimentado en plenitud. Me he despedido de Lucerna este día. Algo de mí ha quedado en este rincón de éxtasis de Suiza. Algún día vendré aquí de nuevo a recogerlo.

DESDE MI JARDIN

ISAAC VILLAMIZAR

Dios hizo el primer jardín. Después que el Señor formó al hombre, plantó un jardín en la región del Edén, que en palabra hebrea significa delicia. Allí hizo crecer toda clase de árboles hermosos, que daban buenos frutos para comer. En Edén nacía un río que regaba el jardín, y que de allí se dividía en cuatro. El primero se llamaba Pisón. El segundo Guihón. El tercero era el río Tigres. Y el cuarto era el río Eufrates. Dios puso en el Edén al hombre que había formado, asignándole su primer trabajo: el de ser jardinero, es decir, debía cultivar y cuidar el Edén. Es posible que el oloroso jazmín, originario de Persia, haya sido la flor más profusa. El Corán, en el Sura 47, utiliza el término Paraíso. Allí los fieles disfrutan de jardines surcados por ríos de leche, agua, miel y vino, y están servidos por hermosísimas mujeres, las huríes.

En Europa se aprecia una cultura – con pasión extrema – por la jardinería pública y particular. Si en los famosos museos de París, Londres, Amsterdam y Berlín se aprecian las piezas más legendarias y renombradas, en los jardines del viejo continente no es menos la belleza de los ornamentos naturales, que deslumbran en verdaderas obras de arte, a través de los vergeles, y que al paso del viandante adornan campos y jardineras. En las calles de la ciudad luz, los balcones de las ventanas de las edificaciones están pródigamente cultivados con novios. En los jardines internos de los hoteles - en jarrones de fina porcelana- resaltan los lirios, las gladiolas y los girasoles. En todas las plazas públicas de los pueblos que se encuentran en la ruta París – Chartres – Paty – Orleáns, hay espléndidas alfombras de pompón amarillo, campanitas de variados matices, capachos, matas de diferentes tonalidades y barbas de león.

Cuando uno ingresa a cualquier pueblo galo, los primeros atractivos a la vista son hermosas redomas de jardines diseñados con excelente gusto, por el colorido de las flores y plantas ornamentales. Al frente de edificaciones públicas, las autoridades locales han cuidado de cultivar, con total armonía, una mezcla de flores y arbustos, setos y pinos, lo que resulta en figuras geométricas y de animales. El nombre del lugar se escribe con matas de té y en letra cursiva; de fondo le sirven matas de repollito. En las aceras de las calles hay materos con base de hierro, de donde desprenden ramos multicolores. Los postes de la luz presentan cestas de barro y metal, con las mismas flores. En el camino que, en 74 Km, une Tours con Le Mans, a ambos lados de la carretera, hay extensísimos sembradíos de girasoles.

En la frontera entre Francia y Luxemburgo, particularmente en la localidad de Longwy, se aprecian balcones con macetas, barandas de flores rojas y geranios, en mansiones rodeadas de un césped muy bien cortado, donde se alzan hermosos pinos. De los puentes cuelgan campanitas. Con razón la capital Luxemburgo ha sido declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad. A las orillas de los lagos de Lucerna y Ginebra, en Suiza, pintorescos chalets abren sus ventanas con ramilletes rosados, fucsia y escarlata, resaltando aún más el brillo de la madera, que pareciera tablones de chocolate, cual cuento de hadas traído a la vida real. Castillos medievales están rodeados de hortensias blancas, rosadas y lila. Recordando estos paisajes, en el momento de escribir estas letras, me asalta la reflexión de Cicerón: “Si tienes una biblioteca con jardín, nada te falta.”